miércoles, 3 de diciembre de 2008

Confesiones en el banco de un parque



-Buenos días.


El hombre estaba sentado en uno de los extremos del banco y miró a la joven que se sentaba a su lado con una pequeña libreta en la mano. La chica sacó un bolígrafo de su bolso bandolera y no pudo evitar mirar al hombre que se sentaba a su lado.

- Dígame, ¿viene mucho por aquí?

El hombre la miró, extrañado.

- ¿Quién? ¿Yo? Cuando puedo, hija, cuando puedo.

Era de mañana, alrededor de las 10. Tal vez un minuto más. El Parque Primo de Rivera de Zaragoza se expandía a los ojos de esas dos personas tan diferentes, sentadas en el mismo banco. Los árboles del parque dejaban que el otoño entrara en forma de brisa y de color, arrancando sus hojas maduras en un baile sin música.

- Yo debería venir más a menudo.

El hombre, con su chaqueta negra y su camisa blanca dejaba entrever un diente de oro cuando sonreía. Su pelo, escaso, tenía el color del humo de su cigarro. Única contaminación aparentemente visible en ese verde entorno.

- No quisiera molestarle, pero me gustaría hacerle algunas preguntas.

El Parque Grande y el Jardín Botánico

Caminaba yo, por los caminos trazados por asfalto dentro del parque. Debido a la hora, casi no se veía a nadie. Unos pocos deportistas que corrían sin parar. La mayoría con música artificial en los oídos. Otros, la mayoría jubilados, se limitaban a sentarse en bancos o a pasear entre los árboles.

Seguí andando. Pasé la fuente de Neptuno, alta y majestuosa, como el propio Dios griego, que guarda las aguas para que nadie las corrompa. Señor de los marineros, parece representado allí como ofrenda, para que el agua nunca falte en la ciudad. Misteriosamente, cuando la erigieron, nadie pensaba en la Expo de este año que viene.

Llegué a mi rincón favorito. El Parque de los Patos, como suelo llamarlo. Nunca lo llamaré Jardín Botánico, que es su nombre original. Para mí siempre será el Parque de los Patos. Muchos todavía no se han despertado. Otros navegan por las aguas de su estanque. Mientras, las palomas intentan escapar de sus mazmorras, en vano. A muchas les gustaría jugar con sus amigos alados, pero el egoísmo del hombre por controlar la Naturaleza les impide hacer tal cosa.

- ¿Y qué quieres saber?

El Rincón de Goya

Dejé lejos el Parque de los Patos y me dirigí al Rincón de Goya. Me senté en el césped, todavía un poco húmedo por la frescura mañanera, y contemplé todo lo que tenía alrededor. Tonos de verde mezclados con el oro de las hojas. Los pájaros volaban y piaban sobre mis cabezas, anunciando a sus compañeros el frío, decidiendo su rumbo para huir del invierno. Casi quieta, uno de ellos se me acerca con curiosidad. Un gorrioncillo, pero huye en cuanto le acerco la mano.

Me levanto para seguir mi camino. La brisa y el sonido de los pájaros, mezclados con algunos pitidos de los coches que circulan por Isabel la Católica, acompañan mis pasos. Vuelvo a la Avenida Principal, a la Avenida de San Sebastián y me siento al lado de una fuente. Aún no la han encendido. Da lo mismo. Por las noches las fuentes se encienden. Bueno, sólo algunas. Y encienden las luces de colores. Y parece que el agua se tiñe de los 7 colores del arco iris y bailotea al ritmo de una música que sólo ella escucha y comprende.

Las noches

Porque las noches en el Parque Grande no son iguales a los días. Hay menos deportistas, aunque algunos se pueden llegar a ver. Las calles están desiertas. Los chiringuitos, cerrados. Los puestos para alquilar las bicicletas y los coches a pedales han desaparecido. Pero, sólo por ver el maravilloso espectáculo que se celebra en el Parque Primo de Rivera, merece la pena ir. Al fondo, en las escaleras que conducen a la parte alta del parque, donde El Batallador se alza sobre nuestras cabezas coronándolo todo, como vigilando para que Zaragoza no vuelva a caer en manos del Islam.

Leyendas urbanas

- Hay una leyenda urbana, no sé si de veras es cierta o no, pero es algo curioso que te puedo contar:

“Cuentan que un día, en las fiestas del Pilar, los zaragozanos celebraban con bailes y música el día de la Pilarica. Cuentan que el Batallador tuvo envidia de ellos y que, al ser un gran rey, se bajó del pedestal, cogió a su león y, bajando por las escaleras, se acercó a los mañicos para festejar con ellos el gran día”.

Lo miró con incredulidad. El viejo seguía sonriendo a la chica mientras ésta le escuchaba casi con la boca abierta.

- He vivido toda mi vida aquí y nunca había oído esta historia.

El hombre sacó un trozo de pan y se lo dio a la joven.

- Es lo que tienen los años.

Quise alquilar una bicicleta, pero no llevaba suficiente dinero en el bolsillo. ¡Diez euros! Me pareció carísimo. De todas formas, tampoco tengo mucho dinero como para permitirme una hora de bicicleta o de coche a pedal. Mejor sigo andando.

No hay niños a estas horas. Lástima. Es lo que más alegría da a los parques, las carcajadas de los niños. Una mujer pasea a su perro por la cuesta de césped que hay justo a la entrada del Parque. Sólo tienes que girar a la derecha. Detrás de la estación de tren.

- Mi hijo venía aquí todos los fines de semana:

“Ahora los jóvenes tenéis distintas aficiones, pero en el época en que mi hijo era joven, justo antes de que lo llamaran a la mili, más o menos, no lo recuerdo bien, tenía aquí con unos amigos, un club de animales. En esa caseta de piedra, justo en la cuesta, ¿la ves? Pues allí iba todos los sábados. Tenían un lobo y todo. Al final lo cerraron y soltaron a los animales”.

- ¿Cómo ocurrió en el Parque Bruil?

- No exactamente, lo del Parque Bruil fue muy distinto.

Ahora me dirijo al gran Batallador. La principal estatua del Parque. Subo las escaleras. Allí está, justo encima del símbolo de Zaragoza, el león. El hombre que reconquistó Zaragoza. Rodeado por una fuente enorme. Apuesto y hermoso.

- Te puedo contar otra leyenda. Pero esta es la que le conté a mi mujer para cortejarla.

La chica no pudo evitar sonreír mientras le quitaba el capuchón al bolígrafo para registrar todo lo que el hombre le contaba.

“Cuando comenzaron a poner las luces a las fuentes del parque solíamos venir de novios porque era muy romántico. Le conté, entonces que esas luces eran para recordar a una mujer que murió por amor en este parque. Cuentan que por las noches salía a pasear llorando su amor y que todo aquel que quería verla, era deslumbrado por miles de luces de colores para no poder admirar la belleza de la joven”.

- Pero eso es sólo un cuento que me inventé. Pero no me digas que no es original.

Volví a sonreír. El hombre miraba con curiosidad mi cuaderno y me pidió que se lo dejara leer.

- Supongo que son sólo anécdotas de un viejo al que le gusta ir de vez en cuando al parque.

Otros rincones

Recorrí el camino de asfalto y aparecí en el bar Las Ocas. Cerrado en otoño, y más a estas horas. Pero las sillas de plástico siguen distribuidas por el césped. Parece un cuadro. El color blanco de las sillas destaca entre el césped verde. O una escultura abstracta de estos artistas que se dedican a hacer de los paisajes algo mágico.

Pasé Las Ocas y me dirigí al kiosco de música. Está en otra de las entradas del parque. O si no, entrando a la izquierda.

Ese kiosco tiene historia pues es el mismo que antes estaba en el Paseo Independencia pero que, con las reformas, se trasladó aquí. Cada vez que lo veo viajo al pasado y me imagino a una banda tocando música para los paseantes. Ahora, ya no es así. Sólo es un monumento cultural que conservar. De un color verde desgastado y rodeado de unas carpas de hierro, el kiosco se alza, intentando recordar los viejos tiempos que nunca volverán.

- Lástima que esté la estación cerrada.

Como no hay niños la estación del tren “Chu-chú” está cerrada. Me encantaría montarme y así poder relatar todo lo que se ve desde los ojos de ese tren de colores que, cada vez que ve a alguien circular en bicicleta o en tándem, deja sonar su pitido. Es un viejo tren a motor, simulando un tren a vapor de los antiguos. A los niños les encanta.

- He de irme.

Cuando se levantó, me quedé inmóvil en el sitio. Se despidió de mí con un beso en la mano, como los caballeros.

No hicieron falta más palabras. Me quedé mirando como se alejaba. Cojeando. Y entonces pensé en la corta pero gran complicidad que pueden tener dos personas sentadas en un banco. En este caso, un hombre y la chica de la libreta.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bueno, gracias